Día martes en jenero

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Yolanda Gress

Cerramos el 2017 con una historia escrita en el primer taller bilingüe de Herstory en Farmingville hace doce años, poco después de la violencia allí, así iniciando el 2018 con un sentido de extenderle la mano a un extraño y construir puentes, redención y esperanza. Esta historia se leyó y releyó por todo Long Island, y ahora, tantos años después, aún resuena en nuestros corazones.

Día martes en jenero
Por Yolanda Gress

Día martes, enero del 2005, un día muy frío. Había caído nieve un día antes y el viento soplaba, se frizaban las manos y penetraba el frío hasta los huesos. Mi carro no tenía calefacción, pero yo tenía la responsabilidad de llevar a Armando (mi hijo) con Kara, una estudiante de preparatoria quien le ayudaba a hacer sus tareas dificiles a las que no les entendía.

Todo el camino y a su alrededor se veía blanco; pero de momento justo pasando un puente, se puso el semáforo en rojo. Fue entonces cuando volteamos mi hijo y yo hacia la derecha, y vimos a un hombre cubriéndose con cartones. Era terrible el frío que se sentía. Yo en particular a este hombre lo vi con el pelo muy desarreglado, sin sueter y la cara y manos muy rojas. Tuve que avanzar, y en el momento cuando presente estaban sus manos en mi mente, se me vino la imagen de Jesús.

Avanzaba hacia el siguiente semáforo, cuando volteamos a vernos con mi hijo, y él dijo, “Pobre, ¿verdad, má?” “Sí,” contesté, agregando, “¡No sé por qué no lo recoge el gobierno, si él es americano!” Llegamos al semáforo siguiente y volteé hacia atrás como esperando volver a verlo, pero entonces lo que vi fueron sus dos cobijas de mi hija Diana (la bebé de la casa ) de 2 años de edad. Recuerdo que dentro de mí dije, “¡Cobijas!” Y le hice el comentario a Armando. Vi una expresión de alegría en su rostro y yo pensaba, “Son cobijas de Dianita. ¿Cómo se las voy a dar?” Esas cobijas significaban mucho para mí porque Diana las tenía desde que era bebé. Y me preguntaba, “¿Qué hago? ¿Se las doy o continúo? Pero ¡pobrecito!” pensaba otra vez. “El tiene frío y yo por lo menos voy en el carro. Tenía poco tiempo para decidir y me sentí confundida. El semáforo se puso en verde. Tenía que continuar. Pero para eso el camellón era largo y no había retorno en todo ese camellón. Callados Armando y yo. Yo veía los ojos de mi hijo llenarse de lágrimas y yo tenía un nudo en mi garganta, mientras pensaba, “¡Dios mío, protégelo! ¡Perdóname, Señor! No sé qué hacer. Estoy mal. ¡Perdóname, Señor!”

Pasamos debajo de un puente y volteé a ver a mi hijo. El tenía una expresión de mucha tristeza, y mirándonos en ese momento él dijo, “¡Cuando regreses lo buscas, mamá!” Contesté enseguida, “¡Sí, hijo, lo voy a buscar! No sé si lo encuentre, pero ¡lo voy a buscar!”

Por fin salimos de ese largo camellón. Continuaba el silencio 7 u 8 cuadras, mientras yo pensaba, “¿Dónde lo podré encontrar? ¿Qué rumbo habrá tomado? Si él estaba a un lado de un puente, no sabía si él había caminado por fuera o si había brincado al otro lado, si iba para la gasolinera que estaba a un lado o había regresado. Por fin llegamos a la casa de Kara. Entonces, Armando bajó.

Empecé a avanzar rumbo a la casa en Ronkonkoma, otro pueblo de aquí de New York, pero para mi sorpresa, pasando el puente donde lo habíamos encontrado, a lo lejos alcancé a ver que alguien caminaba sobre la nieve, y entonces sentí que el cielo se abría. Sentí que Dios me sonreía y se me hacía nudos mi garganta nuevamente. Sentía el pecho oprimido de la emoción cuando justo lo emparejé, y volteé a ver si era él. ¡Sí es! ¡Sí, sí es!” Me estacioné de lado derecho un poco más adelante para esperarlo, y entonces bajé el vidrio de la ventanilla y le grité al americano, “Hey, you need a ride?” No sé si se dice así, pero yo le ofrecí llevarlo. Sentí que él estaba esperando algo así, porque en cuanto

me vio y escuchó mi grito, no lo pensó, inclusive se atravesó la carretera sin ver a los lados. Cuando él llegó a la ventanilla saqué las dos cobijas y le dije, “This is for you.

Le ofrecí llevarle a su casa. El dijo, “¿Tú me vas a llevar a mí, a mi casa?” En inglés él contestaba. Entiendo poco inglés pero en ese momento, es como si hubiésemos hablado la misma lengua. “Sí,” contesté, sonriéndole. “Okay,” dijo y subió al carro. Guardando un momento de silencio enseguida hizo el comentario de que en esta ciudad nadie da un ride. Y él seguía hablando en el transcurso del camino, pero ya no pude entender más. Recuerdo que hablaba despacito, bajito. Le pregunté, “Where is your house?” Para mi sorpresa él me dijo, “¡Aquí está bien!” Era un estacionamiento. Paré, él tomó sus cobijas y, bajando, dio las gracias. No le volví a ver más la cara. Me quedé parada, mirando los carros cubiertos de nieve, y nadie más se veía. Me pregunté, “¿Dónde vivirá? ¿Qué va a hacer?” Y me fui rumbo a casa.


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